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Dunfanaghy 4 am


Salió a la calle. Desierta. Serían poco menos de las 4 de la mañana en Dunfanaghy. La luna dejaba escapar algunos rayos níveos pero desdibujados, difuminados entre las nubes grises y dispersas que salpicaban el firmamento. Ni siquiera en el Molly’s Pub había vida. Todo era silencio, destrozado por el aullido de un perro, en la distancia, posiblemente en la granja de Sean. Enseguida, silencio sepulcral. Olía a turba húmeda. Creyó escuchar la melodía de un ‘fiddle’, pero la idea le pareció absurda. No había vida a esas horas en el pueblo. La vida descansaba. La existencia continuaría con los primeros rayos de sol o con la primera claridad del alba y su lluvia tenue, tan habitual.

Subió al coche. Llave en el contacto. Arrancó y cogió la carretera serpenteante hacia el norte. Silencio en la granja de Sean Murphy. Silencio en la granja de Paddy Mallone. El haya de Phil Cassidy ululaba, mecidas sus hojas por el viento, antiguos acordes ya olvidados. Ni una luz encendida, ni un hogar humeante.

Conducía con la mirada al frente; los faros del coche iluminaban la angosta carretera desvencijada, encorsetada entre los muros de piedra. Y siguió hacia el norte, recordando su niñez en aquellas tierras, la dura lucha diaria por subsistir, las alegrías y las tristezas, el nacimiento de su hermana pequeña y la muerte de su padre, los días de colegio y los domingos en la pequeña iglesia, ya derruida, escuchando los sermones aburridos del cura.

Poco a poco dejó atrás el pueblo, el asfalto, las granjas y los recuerdos. Llegó a Horn Head. Detuvo el coche, apagó el motor, dejó las llaves puestas y se apeó. Se quitó los zapatos y pudo sentir la hierba húmeda bajo sus pies, las punzadas de las rocas que manaban de entre el verde por doquier. Avanzó en la penumbra, con la escasa claridad de una luna tímida, vergonzosa, agazapada detrás de esta y aquella nube. Sus pies se hundían ahora en la hierba, ahora en el barro, después caminaba firme sobre la roca. Siguió caminando. A lo lejos un relámpago iluminó la costa, apareciendo ante sus ojos las olas encrespadas que rompían allí debajo, a los pies del acantilado ante el que se detuvo. El posterior trueno rasgó el silencio, momentáneamente.

Un paso más, y llegaría a su meta. Un paso más. ¿Qué es un paso cuando toda tu vida has ido caminando con esfuerzo, luchando por sacar adelante una familia, cuando los años acumulados no son sino un recuerdo de lo que pudo ser y nunca fue? Un paso más, sólo uno, y encontraría la paz. Y lo dí, salté.

Silencio, oscuridad, no hay vida en Dunfanaghy a las 4 de la mañana.

El extraño


 

 

Decían de mí que era un chico extraño. ¡Extraño!  Como si ellos fuesen capaces siquiera de intuir una milésima parte de lo que pasaba por mi cabeza.  Así me llamaban, el chico extraño. Solían pasar bajo mi balcón, que oteaba desde lo alto la plaza del pueblo, con su fuente de piedra de la que manaba, fuese invierno o verano, el agua más fresca y cristalina que jamás boca humana ha probado. Allí, en mi balcón, pasaba las mañanas y las tardes, observando el horizonte o leyendo un libro o escribiendo en una cuartilla. Ellos pasaban bajo mi balcón y me miraban, atónitos. Y también murmuraban, yo los oía, aunque ellos no lo supiesen. ¡Extraño! Yo era extraño porque me deleitaba soñando con los mundos más allá de las montañas, imaginando las aventuras de los libros o dando rienda suelta a mis pensamientos, no siempre inteligibles, en una hoja en blanco. Pasaban y alzaban la mirada. Yo los veía, aunque ellos no lo supiesen. ¡Extraño! Yo era el chico extraño, porque no me unía a ellos, porque evitaba su presencia, porque me incomodaba el bullicio del pueblo en verano. Pero no penséis que vivía apartado del mundo. No, vivía apartado de su mundo, del mundo vano y superficial que ellos mismos habían formado.

¡Extraño! Decían que era extraño que me pasase horas y horas en un balcón, con la mirada perdida en el cielo, siguiendo los vuelos de las golondrinas, volando con las cigüeñas, flotando en el aire con cada campanada del reloj de la vieja iglesia.  Sí, definitivamente era muy extraño, porque devoraba libro tras libro como si me fuese la vida en ello. Era extraño porque escribía cartas sin destino, cartas que en una botella surcaban el río y con un poco de suerte alcanzaban la mar. Algún atrevido iba más lejos. No, ese chico no es extraño, ese chico está loco. Puede ser, puede que estuviera loco, pero vivía en plenitud mi locura. Estaba locamente enamorado, enamorado de la vida que me esperaba en el futuro, lejos de aquellas tierras, lejos de aquellas gentes que se entretenían murmurando a espaldas de los demás, que vivían de falsas apariencias.

El pueblo era mío por las noches, cuando todos se habían retirado a sus casas. Era entonces cuando yo bajaba y respiraba el aire fresco, cuando me tumbaba sobre la plaza de piedra, junto a la fuente, y la escuchaba. ‘No te preocupes, alma en pena, tú no eres extraño, tú no estás solo. Algún día…’ Y yo le contestaba a la fuente, porque ella era mi amiga, mi confidente. Como los árboles, ellos también me hablaban. Me perdía entre ellos, intentaba abrazarlos, les abría mi corazón y ellos me respondían cantando las más bellas melodías del firmamento. Las estrellas también me comprendían y me sonreían desde lo alto. Cuando me sentaba a la orilla del río, la luna llena se reflejaba sobre las aguas. Allí sentado me sentía feliz, rodeado por la noche, hasta que me quedaba dormido sobre el manto verde. Con el rayar del alba, el viento se enredaba entre mis cabellos y me despertaba. Ya es la hora, me decía. Y yo volvía a mi balcón, a ver pasar el tiempo, a soñar con la noche siguiente, a pensar qué misterios me serían revelados.

¡Extraño! Despreciar la superficialidad, huir del ruido sin sentido, bucear en lo más profundo del alma, buscar no sólo respuestas a las preguntas, sino preguntas que responder, hablar con el agua, reír con la luna, bailar con los árboles, escuchar al viento, volar con los pájaros, llorar con el corazón, abrazar la noche, descubrir el alma, volver a ser niño, creer en el hombre, adentrarme en una mirada, sentir que estoy vivo, saber que el amor existe, buscar el sentido de la vida, crecer en silencio… ser libre, sin ataduras, sin prejuicios, sin doble moral, sin miedos. En definitiva, ser extraño entre extraños, libre entre esclavos, dueño de mi alma.

FERTXU

Siempre quise ser valiente (y 8)


CAPITULO 8 (FINAL)

Alex llegó a su cuarto, una vez más, como tantas otras veces, se dejó caer sobre la cama y comenzó a llorar. No debía haberle dicho nada a Brian. Tal vez fuera cierto que existan aspectos de uno mismo que no deben salir nunca a la luz. Tal vez una persona es un ser único por ese ‘algo’ que conserva para sí misma, que no se puede compartir. Tal vez.

 

Un nuevo día despuntaba y, sorprendentemente, Alex se levantó de muy buen humor, con ganas de vivir. Ya había dado el primer paso y estaba decidido a seguir. Desconocía el final del camino pero estaba dispuesto a seguir caminando. Hasta el final. Por de pronto, la siguiente etapa consistía en ir al colegio. Al llegar, vio a Tom, Kevin y Stephen. Alex se dirigió hacia ellos.

– Buenos días, chicos.

– Alex, menudo plantón anoche, – dijo Kevin.- ¿Dónde os metisteis?

– Estuve un rato con Brian y luego nos fuimos a casa.

– ¿A la tuya o a la suya? -rió Tom.- Ya sabía yo que cuando el río suena…

– ¡Vete a la mierda, imbécil! Aquí el único marica es éste!- gritó Brian, que acababa de aparecer como de la nada, señalando a Alex.

– Sí, soy un puto marica de mierda. ¿Pasa algo?- respondió Alex, sorprendido por la firmeza de su voz al afirmar, ante sus amigos, su condición sexual.

– ¿Que si pasa algo? -Tom se acercó a Alex y le agarró por la solapa de la chaqueta.- Pasa que los maricas como tú son unos degenerados y pervertidos. Pasa que no quiero verte cerca y pasa que como te vuelvas a acercar a mí te parto la cara. ¿Me entiendes, nenaza? Y tú, Brian, o estás con nosotros o estás con él. Decídete.

Brian se alejó andando hacia atrás, despacio, con la cara desencajada, a pasos cortos, mirando asustado a unos y otros.

– ¡Dejadme en paz, me vais a volver loco, hijos de puta! ¡Dejadme en paz! ¡Dejadme en paz! – gritó Brian fuera de sí. Dio media vuelta y comenzó a correr como nunca lo había hecho.

– ¡Brian! ¡Brian! ¡Espera, por favor! -clamó Alex mientras salía detrás de él.- ¡Espérame! ¡Tenemos que hablar!

Pero Brian no se detuvo ni bajó el ritmo. Todo lo contrario. Parecía correr más y más rápido. Alex intentó no perderlo de vista. Dos sombras fugaces, separadas entre sí unos 20 metros, cruzaron por delante del cine, del ayuntamiento, del museo, de la destilería. Alex alcanzó a Brian al final de las escaleras que conducían a la torre circular. Se avalanzó sobre él y cayeron juntos sobre la hierba húmeda que cubría los alrededores.

– ¡Quita! ¡Suéltame! ¡Déjame tranquilo! Por favor, Alex, suéltame, suéltame, por favor -comenzó a susurrar Brian entre sollozos.

– No, no pienso soltarte. Quiero hablar contigo. ¿Qué te pasa, Brian? Soy yo, Alex. Tu amigo, ¿Qué te pasa?

– No, no, no… Déjame, te lo suplico, Alex. Si de verdad te importo, deja que me marche.

– Sí, me importas, y más de lo que tú te crees. Por eso no voy a dejar que te marches.

– ¿Qué quieres? ¿Volverme loco? Pues lo vas a conseguir. Me vas a volver loco, como tú. ¡Suéltame!

– ¿Yo estoy loco? ¿Por qué? Brian, ¡por qué! ¡Dímelo!

– Yo no soy gay, yo no soy gay.

– ¿Y quién ha dicho que lo seas?

– Yo no soy gay, ¿me entiendes? No soy marica.

– A ver, Brian, tranquilízate. Nadie ha dicho que seas gay. Yo no he dicho que seas gay.

– No, no… Yo no soy marica. No soy marica…- y comenzó a llorar. Dejó de intentar zafarse de los brazos de Alex. Se rindió y dejó caer el peso de su cuerpo sobre el pecho de Alex, apoyando su cabeza junto a su hombro.

– Tranquilízate, Brian. Ya está. Tranquilo.

– Yo, yo, yo… no sé qué me pasa.

– No te pasa nada. A ti no te pasa nada. Y a mí tampoco me pasa nada. ¿De acuerdo? No nos pasa nada.

– Pero la gente…

– A la mierda con la gente. No puedes pasarte la vida pensando en la gente. La gente no existe. La gente es sólo un concepto. No son nadie. Tú eres alguien, yo soy alguien, Tom es alguien. Pero ¿quién es la gente? ¿Qué piensa la gente? ¿Qué dice la gente? Nada, no piensan nada, no dicen nada, porque no son algo concreto, no son nadie, son sólo la suma de muchas personas distintas, como tú y como yo. Mírame, Brian, mírame a los ojos. Tienes que aceptarte primero tú para que te acepten los demás.

– Pero yo quiero ser normal.

– ¿Normal? ¿Qué es ser normal? Yo me considero un tío muy normal. Pero si ser normal es comportarse como un borrego, dejándose llevar por la corriente, sin hacerse preguntas, sin dejar que los sentimientos afloren, sin ser sincero con uno mismo, entonces yo reniego de la normalidad y seré un anormal muy feliz. Para mí, ser normal, mejor dicho, natural, es actuar de acuerdo con lo que uno cree, con lo que uno siente. Venga, levántate. Te acompaño a tu casa.

 

Después de comer, Alex subió a su cuarto y se acostó. Estiró el brazo y presionó la tecla de ‘play’. Una canción conocida llegó hasta sus oídos y a través de ellos a su corazón. «I wanna know what love is and I want you to show me». Y comenzó a pensar. Se sentía exhausto. Todos los acontecimientos del día, toda la tensión vivida. ¿Qué iba a pasar? ¿Cómo iba a reaccionar Brian al día siguiente? ¿Y él? ¿Qué sentía Brian por él? ¿Y él por Brian?

 

Al día siguiente, Alex se levantó como nuevo. Había dormido más de 15 horas de un tirón. Sus primeros pensamientos conscientes fueron para Brian. El sueño, consejero inconsciente, le había dado la respuesta. Ahora ya sabía lo que sentía por Brian. Alex volvía a estar enamorado. Volvía a ser un actor  y no un espectador. Volvía a sentirse vivo. Absorto en sus pensamientos, emprendió un día más el camino hacia St Kieran’s. Al llegar, Tom, Kevin, Stephen y Brian estaban conversando en círculo. Alex se les acercó y Tom fue el primero en verlo. Por su expresión, Brian se giró para ver la razón del gesto arisco de Tom. Inmediatamente, Brian se acercó a Alex.

– Oye, tú. Te dije ayer que no te acercaras a nosotros. ¿Es que todavía no entiendes nuestro idioma?- dijo Tom.

– Alex, ven conmigo, – dijo Brian.- Mira, he pensado en todo lo que me dijiste ayer y puede ser que eso funcione en tu país, pero aquí la vida es distinta.

– Claro, distinto, no me hagas reír.

– Sí, Alex, es diferente. Y yo no quiero echar a perder mi vida.

– ¿Perder tu vida? Tú no sabes lo que es echar a perder tu vida.

– Sí, sí que lo sé, – replicó Brian.- Malograr mi vida es perder a mis amigos, ser marginado, señalado, insultado, no encontrar mi sitio entre los míos.

– Mira, Brian. Yo más ya no puedo hacer. Sólo puedo decirte que te quiero y que me gustaría saber qué sientes tú por mí. Con sinceridad.

– Alex, yo soy tu amigo, pero como sigas comportándote así veo difícil tu futuro aquí. Lo mejor que podrías hacer es volver a Bilbao.

– No me has respondido.

– Alex, no importa lo que yo sienta por ti. Eso forma parte de mí y es algo que no puedo compartir con nadie.

– Sigues sin responder a mi pregunta.

– ¿Qué quieres oír? ¿Que te quiero? Sólo te voy a decir una cosa porque sé que sabrás guardar el secreto: yo también soy gay. Anoche me sinceré conmigo mismo. Pero aquí, en Irlanda, las cosas no son tan fáciles como tú quieres creer.

– Vale. Tú me quieres, pero jamás podré compartir ese amor contigo. ¿Es eso lo que me quieres decir?

– No tengo nada más que decirte. Ten cuidado y vuelve a Bilbao en cuanto te sea posible. Aquí sólo tendrás problemas. Yo te apoyaré en lo que pueda, pero no me pidas milagros. Si de verdad me quieres, márchate.

– ¿Dejarte aquí? ¿Dejar que seas un desgraciado toda tu vida? ¿Que con el paso del tiempo comprendas el gran error que estás cometiendo?

– Márchate, es lo mejor para los dos. Créeme.

– Brian, me duele decirte esto, pero eres un cobarde y vas a arruinar dos vidas: la tuya y la mía. Yo me iré, no te preocupes, antes de lo que tú piensas, pero cuando pasen los años, cuando hayas creado tu propio mundo irreal, cuando tu vida sea una gran farsa, verás que el guión falla. Y entonces, sólo entonces, me darás la razón. Pero ya será tarde. No lo dudes. Algún día recordarás estas palabras. Suerte, amigo.

 

Alex se alejó, despacio, esperando que Brian saliese tras él y le abrazase como él había perseguido a Brian el día anterior. A cada paso, la esperanza se reducía. Cada vez más lejos de Brian. Más lejos, lejos… Comenzó a vagabundear por las calles de Kilkenny. Pasó junto al castillo pero no quiso entrar. Pasó junto a Kyteler’s Inn pero no quiso entrar. Pasó junto a Black Abbey, pero tampoco quiso entrar. Finalmente se encontraba debajo de la torre, tumbado sobre la hierba, mirando al cielo. Y comenzó a llorar. Recordó que el día anterior Brian había estado allí con él, en sus brazos. Pero el día anterior él era fuerte, estaba seguro de sí mismo y esperanzado porque, en el fondo se sabía amado. Sin embargo, la historia se repetía. Era su sino. Jamás podría encontrar la felicidad. Era un simple juguete en manos de la fortuna, un títere creado para diversión de alguien superior. ¿Podría soportarlo de nuevo? Una amalgama de sentimientos de angustia, desesperación, miedo se agolpaba en su corazón. No. No volvería a enamorarse nunca. Jamás sentiría de nuevo esa sensación que mueve el mundo. Lo tenía decidido. Se iría de allí para no regresar jamás. Todo pasaría a ser un sueño. Se había enamorado de Irlanda, pero Irlanda no le había correspondido. Como Brian. Recordó el día que lo vio por primera vez; recordó los lugares que conoció junto a Brian; recordó las conversaciones que habían mantenido, en las que se fueron conociendo más y más, en las que se fueron abriendo el uno al otro y se fueron enamorando sin darse cuenta, como suele ocurrir. Ahora se iba a marchar y nunca más volvería a ver a Brian.

 

Sintió deseos de subir a la torre y contemplar por última vez la belleza que le rodeaba. Quería subir esas escaleras por última vez, acceder a la cima, apoyarse a la barandilla, contemplar la ciudad y la campiña, sentir el viento y soñar desde lo alto. Por última vez.

Allí arriba recordó toda su vida, toda la gente que había conocido, todas sus alegrías y sus penas, sus sonrisas y sus llantos, sus 17 años de vida, marcados por las grandes pasiones. Creo que llegó a recordar a un chico llamado Egoitz. Y recordó que Brian se encontraba allí, a lo lejos, en St Kieran’s. Todo parecía algo extraño, ajeno a él. Apoyado en la barandilla contempló la altura que le separaba de la realidad. Quería recordarlo todo antes de abandonar Kilkenny, quería recordar a sus padres, a todos sus amigos, quería recordar todos los lugares que había conocido. Se iba a ir y estaba decidido. Iba a seguir el consejo de Brian. Igual tenía razón. Ya no estaba seguro de nada. Sólo de su amigo viento, que seguía soplando, balanceando su cuerpo adelante y atrás, con cariño.

Se marchaba…

 

– ¡Alex, no! No soy ningún cobarde.

 

……………………………….

 

Y esto es todo lo que sé de Alex. ¿Cómo he conseguido toda esta información? Algunas cosas las viví yo junto a él, otras me las contó él mismo. Yo prefiero permanecer en la sombra. Ya formo parte de su pasado y nunca lo he vuelto a ver. Pude formar parte de su presente y de su futuro, pero mi cobardía hizo que me alejase definitivamente de él y ahora sólo me quedan los recuerdos de aquellos días de un mes de junio en los que fui, de verdad, feliz.

Siempre quise ser valiente (7)


CAPITULO 7

Hola Alex:

Cuando leas esta carta ya estarás de vuelta en Kilkenny. Me pareció mejor mandártela allí. Ya ves, sigo tan cobarde como de costumbre. Me dolió mucho que no te despidieses de mí. Podemos seguir siendo amigos si tú quieres. Mira, la vida da muchas vueltas y a veces acabas mareado. Lo nuestro fue un error porque confundí amistad con amor. Estaba confuso y ahora sé que nunca debí haberte dado esperanzas. Leire ha sido lo mejor que me ha pasado en la vida. Siempre ha estado junto a mí en los momentos duros. Debí tener el coraje para habértelo dicho antes, pero no quería hacerte más difícil tu nueva vida. ¿De qué serviría un problema más? Ahora que estás bien, que tienes tus amigos allí…

 

 

Y la carta voló en mil pedazos por la habitación. Cobardía no era la palabra. Hipocresía, egoísmo. Alex sólo llevaba una hora en Kilkenny y estaba decidido a dar pasos firmes en busca de su felicidad. Cogió un chubasquero, se despidió de sus padres y cerró la puerta de casa tras de sí. Era mediodía y una fina capa de lluvia se abatía sobre la ciudad. Sin rumbo fijo, sus pasos lo dirigieron hacia Castle Park. No había apenas gente, sólo cuatro ancianos paseando con sus paraguas bajo los árboles. Recorrió la verde explanada, pausadamente, con la mirada perdida en el horizonte, con sus pensamientos absortos en la nada. Su corazón fue invadido por un vacío sobrecogedor. La felicidad parecía algo tan efímero, tan frágil, una ilusión, un truco de magia.

 

Siguió caminando y esta vez sus pasos lo llevaron a la torre de San Canice. No había nadie en la entrada, o es posible que ni se percatara de su presencia. De cualquier forma, se encaramó a la escalera y trepó hasta alcanzar la cima. Y allí arriba, casi entre las nubes, con la lluvia empapando su cabello, su rostro, sus labios, permaneció contemplando el mundo, ese mundo sin sentido, cruel, que parecía darle la espalda una vez más.

 

Vuelta a las clases. Llegó al colegio y allí seguían los cuervos, dando saltitos por el campo en busca de algunos gusanos, fáciles de desenterrar gracias a la lluvia caída. Felices cuervos, sin preocupaciones, sin tristezas.

 

– Hola, Alex. ¿Qué tal en Bilbao?

– Hola Brian. La verdad es que mal. Ya te contaré.

– Vale. En el recreo hablamos.

 

Las dos horas de clase pasaron sin pena ni gloria. Si alguien le hubiera preguntado a Alex de qué habían hablado, sería incapaz de decir si el tema era la literatura de Oscar Wilde, la revolución francesa o el cultivo de la remolacha en el sur de Irlanda. La campana lo despertó de su mundo.

 

– Bueno, Alex. Cuéntame qué ha pasado.

– Pues que al llegar a Bilbao nada era como esperaba.

– ¿En qué sentido?

– Mira Brian, aunque nos conocemos hace relativamente muy poco, tú has sido alguien muy especial para mí. Me has ayudado mucho. Cuando no conocía a nadie aquí, cuando estaba solo en un nuevo mundo, apareciste tú y me ayudaste a conocer este lugar, fuiste mi amigo y gracias a ti he conseguido adaptarme a esta situación.

– Tú también has sido muy importante para mí. ¿Te cuento un secreto? Nunca había hablado con nadie de la muerte de Audrey, mi chica. No sé, tú me inspiras confianza.

– Pero hay una cosa de mí que aún no sabes.

– Todos tenemos secretos. Es algo normal y creo que es bueno que haya aspectos de nosotros que no compartimos con nadie más.

– Pero cuando hay algo importante, que sientes que necesitas compartir con un amigo…

– Mira, Alex. No sé qué será lo que te preocupa, pero ya sabes que puedes confiar en mí. Pero antes de decírmelo, piénsalo bien. Luego te puedes arrepentir. Te repito que hay cosas que no se deben compartir con nadie porque forman parte de tú más profundo e íntimo ser.

– ¿Y cuando eso que tú llamas el más profundo ser te está desgarrando las entrañas? ¿Es mejor dejarlo dentro hasta que acabe contigo o expulsarlo y deshacerte de ello?

– ¿Y puedes estar seguro de que al desterrarlo de tu interior no hará que desgarre a otras personas? Ya seguiremos hablando. Por ahí llega Tom.

– Hola chicos. ¿Os apuntáis a tomar algo esta noche?

– ¿Cuál es el plan? – preguntó Brian.

– Nada especial. Hemos quedado a las 8 en el Pump House. ¿Vendréis?

– Yo sí, – replicó Brian.- ¿Tú qué dices, Alex?

– De acuerdo, allí estaré. Por cierto, ¿cuál es el Pump House?

– ¿Recuerdas cuando fuimos a la torre? -preguntó Brian.- Pues está de camino, después del museo justo enfrente del restaurante chino.

– Vale, ya lo encontraré.

  

Alex siguió el resto de la mañana forzando sus neuronas. ¿Cómo decirles a sus amigos que era gay? ¿Debería decírselo a todos al mismo tiempo? ¿O sería mejor hablarlo de uno en uno? Tal vez sería mejor contárselo primero a Brian y que éste le aconsejase. En definitiva, Brian conocía mejor a los otros chicos y su ayuda podría resultar inestimable. De manera que cogió un trozo de papel y le pasó una nota a Brian, mientras Mrs Darlington continuaba su diatriba acerca del papel de la economía en la política mundial. «Brian, tengo que hablar contigo antes de ir al Pump House». «De acuerdo, a las 7 en la puerta del castillo».

 

A las 7 en punto Alex vio aparecer a Brian girando la esquina del banco de Irlanda. Tras esperar a que el semáforo le concediera prioridad, Brian cruzó la calle y se acercó hasta él. La noche ya había extendido su manto sobre la ciudad y las farolas iluminaban con su mortecina luz los adoquines, mojados por una fina capa de lluvia persistente.

 

– Buenas tardes, señor secretitos.

– No me vaciles, Brian, por favor.

– Vale, vale, no te mosquees. ¿Vamos a algún sitio o nos quedamos aquí parados hasta que pillemos una pulmonía?

– Vamos a Kyteler’s. Creo que es el lugar adecuado.

 

Cuando llegaron al pub, encontraron una pequeña mesa en una esquina alejada de la barra, de la entrada y del escenario improvisado donde una chica joven y un hombre ya entrado en el medio siglo amenizaban la noche con canciones que hablaban de melancolía, de nostalgia, de tristeza, sentimientos propios de los miles de irlandeses que emigraron durante la hambruna del siglo XIX. Brian se acercó a la barra y regresó con dos pintas de Guinness.

– Vamos a ver, Alex. ¿Qué es lo que tanto te preocupa? ¿Qué ha ocurrido en Bilbao?

– Es algo difícil de explicar, pero lo voy a intentar. Sólo te pido, por favor, que no me interrumpas.

– Eso está hecho. Venga, suéltalo.

– ¿Recuerdas el día que fuimos juntos a la torre? Allí arriba me contaste lo que le había pasado a Audrey. Nunca me has hablado de ella, pero me imagino lo mucho que la querrías y el sufrimiento que te causaría su marcha. Los dos somos personas sensibles.

– Espera. Si quieres te hablo de Audrey. Es lo justo. Estuvimos saliendo casi un año. Era la chica más dulce que jamás he conocido. Estar con ella era olvidar que tenía que respirar para vivir. Ella me daba todo lo que necesitaba para continuar. Antes de conocerla, mi vida era una lucha constante entre lo que creía sentir y lo que quería sentir. Cuando se fue, el mundo se desplomó sobre mí. Antiguas dudas, antiguas batallas, todo renació. No quería estar con nadie, no quería conocer a nadie. Hasta que cierto día de julio, mientras jugaba yo solo en el parque, le golpeé con la bola a un chico extranjero que estaba tumbado en el césped. Algo en él me recordó a Audrey. No sé qué fue, un impulso, pero era como si ella misma estuviese tumbada y se levantase para decirme «No puedes seguir así». El resto ya lo sabes.

 

Alex sintió miedo. Lo que Brian le acababa de contar podría facilitar las cosas… o dificultarlas. ¿Y si Brian le entendiese mejor de lo que él esperaba? ¿Y si Brian estaba enamorado de él? Miedo, esa era la sensación. Miedo a no estar enamorado de Brian, miedo a enamorarse de él, miedo a ser amado, miedo a amar y no ser correspondido. Miedo.

– Brian. Gracias por tu confianza una vez más. Ahora me toca a mí. Cuando vinimos a vivir aquí, yo acababa de iniciar una relación. Era feliz. Lo tenía todo. Mi vida por fin era completa. Esa relación colmaba mi alma. Pero las cosas se complicaron y tuve que venirme, ya sabes por qué. Decidí adaptarme a la situación y esperar. Tal vez sólo esté aquí un año. Tal vez dos. No lo sé. Mi amor creció en la distancia. Mi amor estaba lejos en la distancia, cercano en el tiempo y presente en mi corazón. Pero cuando fui a Bilbao… Todo se había acabado.

– Lo siento, Alex. Seguro que era una chica maravillosa.

– No.

– ¿Qué?

– Que no era una chica maravillosa… Era… era… era un chico maravilloso.

Silencio roto por los ecos de una flauta melodiosa y una dulce voz femenina.

– Brian, eso era lo que tenía que decirte. Soy gay.

– Lo siento, Alex. Tengo que irme. Me siento mal. Mañana hablamos. Adiós.

(…continuará…)

Siempre quise ser valiente (6)


CAPITULO 6

Algo iba mal. La carta de Egoitz, escueta, fría, ni un te quiero, ni un beso, ni siquiera un abrazo. Poco a poco la carta que tenía frente a sus ojos empezaba a ser ilegible. Las palabras se expandían y perdían su claridad. Los renglones, tan uniformes en principio, pasaron a ser unas líneas tortuosas que se cruzaban entre sí. Estaba llorando. Algo iba mal. ¿Qué podía ser? No quería saberlo. Y así, en la ignorancia y sin más noticias, pasó octubre. Y pasó noviembre. Y llegó diciembre.

 

– Alex, cariño, tenemos una sorpresa para ti.

Alex dejó de comer y miró fijamente a sus padres.

– Mira, hemos estado hablando con tu abuela y hemos decidido que vayas a pasar las vacaciones de Navidad con ella a Bilbao. Seguro que te apetece volver a ver a tus amigos.

– No lo sabes tú bien. Gracias, gracias de verdad. Es el mejor regalo de mi vida.

 

 

Querido Egoitz:

¡Sorpresa! ¿A qué no sabes que me va traer el Olentzero? Nada más y nada menos que un billete de ida y vuelta a Bilbao. ¿No es maravilloso? Dentro de poco estaremos juntos otra vez. Y hablaremos de todo lo que te preocupa. Ya verás como juntos todo se ve diferente.

Necesito verte, necesito abrazarte, necesito besarte. Quiero contarte muchísimas cosas. Tú escribes mejor que yo y me gustaría que escribieses un poema con todo lo que han significado estos meses para ti. Así, cuando vuelva a Irlanda, podré leerlo todas las noches.

No puedo esperar más. Sólo faltan dos semanas, pero creo que se me van a hacer eternas. Te juro que estoy temblando. ¡Qué emoción! Un gran beso, Alex.

PD. Ya me explicarás por qué no me has escrito nada desde hace dos meses, capullo!! (jeje)

 

 

– Bueno, Alex, espero que te lo pases bien estas vacaciones en Bilbao.

– Por supuesto. Tengo muchas cosas que hacer. Me muero de ganas por volver.

– Alguna chica, ¿eh?

– Bueno… más o menos. Ya te contaré cuando vuelva.

– Te echaré de menos, Alex. En estos meses te has convertido en alguien muy especial para mí.

– Tú también para mí, Brian.

 

Al día siguiente, su padre cogió la maleta y la metió en el coche. Eran las 5 de la mañana y en dos horas estarían en el aeropuerto de Dublín. A las 9 estaría volando hacia el paraíso y a las 11 podría estar con él de nuevo.

 

Cuando el avión aterrizó en el aeropuerto de Loiu, su corazón latía más veloz que cuando jugaba a baloncesto. Mientras esperaba para recoger su maleta, vio tras los cristales a su abuela. Era cierto. Estaba allí por fin.

 

– ¡Abuela!

– ¡Hijo! ¿Qué tal el viaje? Estarás agotado. Vamos a casa.

– ¿Has venido tú sola?

– Sí. ¿Esperabas a alguien más? ¿Algún amigo?

– Creía que Egoitz estaría aquí. ¿Sabes quién es Egoitz?

– Sí, ese amigo tuyo tan majo. Llamó para preguntar a qué hora vendrías. Pero tendrá cosas que hacer. Luego lo verás.

– Claro.

………………….

– Hola. ¿Está Egoitz?

– Sí, ahora se pone. ¡Egoitz, es para ti!

– Sí, ¿quién es?

– Egoitz, soy yo. Ya he llegado.

– Alex, ya siento no haber ido al aeropuerto pero tenía cosas que hacer.

– Vale, te perdono por esta vez, jeje. ¿Cuándo podré verte?

– Pues esta tarde si quieres. ¿Quedamos a las 4 en el banco de siempre?

– Vale, allí estaré. Joder, tío, me muero de ganas por verte.

– Pues aguanta hasta esta tarde. Ya hablaremos, ¿vale?

– Venga, a las 4. Un beso.

– Agur.

 

Después de comer, Alex se fue a su cuarto y escogió las mejores ropas que había traído. El momento se acercaba. La espera tocaba a su fin. Se despidió de su abuela y salió a la calle. El cielo amenazaba lluvia. El frío no era excesivo, pero suficiente para llevar puesto el gorro de lana con los colores negro y amarillo del equipo de hurling de Kilkenny. Caminando, caminando, hasta llegar al banco. Allí estaba Egoitz… y Leire, una ex-compañera de clase. ¿Qué pintaba ella allí? Tal vez se la hubiera encontrado Egoitz mientras lo esperaba y, claro, ella también quería verlo. En definitiva, eran conocidos y la relación entre ambos siempre había sido cordial. Daba igual. Ya tendría tiempo para disfrutar de la compañía de Egoitz en exclusiva. Egoitz sonrió al ver a Alex, se levantó y salió corriendo hacia él. Ambos se fundieron en un abrazo. Alex apretaba con fuerza el cuerpo de Egoitz, necesitaba sentirlo cerca, asegurarse de que no era un sueño. Sintió deseos de besarlo, pero la presencia de Leire le hizo contenerse. No por él, sino por Egoitz.

– Ya estoy aquí.

– Alex, tío, qué bien te ves.

– Y tú, Egoitz. Estás que te sales.

– Mira quién ha venido a saludarte también.

– Leire, ¿qué tal?

– Muy bien. Egoitz me ha dicho que venías hoy y no       quería dejar pasar la ocasión de saludarte. Nos tienes olvidados. Podías haber escrito alguna carta a la peña de clase.

– Ya, pero es que he estado muy liado en Irlanda. No te imaginas la de cosas que tenía que hacer.

– Vale, acepto pulpo como animal de compañía.

– Gracias, guapa.

Continuaron hablando, palabras, palabras, palabras, cuando Alex lo que quería era compartir con Egoitz su cuerpo y su alma, sin testigos. Necesitaba comunicarse con Egoitz sin decir nada, mirándose a los ojos, agarrados de la mano, desnudos, rozando sus cuerpos, besándose con ternura y pasión. Palabras, ¿para qué cuando todo está dicho? Pero Leire continuó hablando:

– Ya hace casi dos meses desde que salgo con Egoitz y me ha hablado mucho de ti…

 

El mundo se detuvo, Alex estaba solo. No corría el aire, no hacía frío, ni calor. «Los cálidos juegos duraron muy poco y la noche se los lleva lejos. Flor de verano, ya todo acabó. Tal vez soñé que vivías feliz junto a mí, siempre feliz entre mis brazos». Esta canción era todo lo que oía Alex. Y salió corriendo, llorando. Esa fue la última vez que vio a Egoitz.

 

Se encerró en su cuarto, se dejó caer sobre la cama. Había empezado a llover fuera y la lluvia golpeaba con fuerza la ventana. No quería pensar en nada. Las lágrimas brotaban incansables de sus ojos. Lluvia fuera, lluvia dentro. Gotas de agua tras los cristales, lágrimas sobre la almohada. Y muy a su pesar, era capaz de recordar. Recordaba el mes de mayo, todos los momentos de felicidad en compañía de Egoitz. Recordaba junio, con sus momentos de impotencia, de desesperación. Recordaba el verano y el otoño. Pero había llegado el invierno: fuera y dentro.

(´continuará…)